“Solo cuando
estamos unidos a nuestros hermanos por un objetivo común, ajeno a nosotros,
respiramos”. Saint Exupery.
El arte está ligado a una forma de hacer política porque “visibiliza”, comunica y nos hace pensar. El arte tiene poder ético y político al tocar la fibra sensible del ser humano y gracias a eso puede ir contra el orden establecido, contra los cimientos de la ciudad, una idea platónica introducida por Rancière en su redefinición de la estética. Para este autor no hay distinción entre arte político y arte no político sino que toda obra es una expresión ideológica de un sujeto social. Arte y política son dos formas de división de lo sensible (Rancière, 2005).
Los soportes materiales
a disposición del arte en el siglo XXI son múltiples: vallas publicitarias,
prensa, objetos de la vida cotidiana, basuras, archivos y… fotografías. Entre
sus poderosas herramientas no cabe desdeñar la ironía, la contradicción, el
humor, todo lo que despierte respuesta emocional y consiga hacernos sentir e
incluso obsesionar. Las emociones funcionan cognitivamente en la experiencia
estética de tal modo que la insensibilidad emocional incapacita tanto o más que
la dificultad sensorial. Lo importante es que la obra consiga punzarnos,
tocarnos, hacer que nos dejemos “acariciar” o, en términos científicos, que sea
capaz de activar nuestras neuronas espejo. Eso explicaría el gran poder
afectivo que ejercen las imágenes, poder en gran parte inconsciente y no sujeto
a nuestro control (Hustvedt pag 155).
A la manera de los situacionistas hago mis “derivas”, esos vagabundeos por las calles dejándome sorprender y contemplo mi “ambiente geográfico”, el ritmo de mi ciudad. Porque hablar de arte es decir que no todo sucede en los museos, espacios preparados para una experiencia estética autónoma y desinteresada. En la ciudad se realizan propuestas alternativas que transforman simbólicamente los espacios. Walter Benjamin en su Tesis sobre la filosofía de la historia escribe sobre la ciudad como producto de la historia de los victoriosos que celebran cotidianamente su triunfo. La secuencia de la película Octubre de Eisenstein, en la que el proletariado derriba la estatua del zar Nicolas II, hace visible, en palabras de Rosalind Krauss, la manera en que una estatua condensa en sí una idea de poder. Por eso los medios de comunicación convirtieron en espectáculo mediático y simbólico la destrucción de la escultura de Saddam Hussein en Bagdad. En un pequeño giño irónico, un poco como los situacionistas que seleccionaban elementos y desplazaban su significado, me llevé de paseo a Carlos III por la periferia de Madrid, a mi barrio en Carabanchel. La estatua perdió gran parte de su significado en estos terrenos donde habita “la multitud que ha padecido la historia sin poder decidir sobre el proceso que la devoraba” (Zambrano, p 12).
La
fotografía no es un “espejo de la realidad” y la teoría
cultural postmoderna y postestructuralista cuestiona su valor para asentar
juicios en nombre de la objetividad. La
fotografía miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Lo
importante es a qué intenciones o poderes sirve. Como dice James
Nachtwey, si su trabajo no fuera capaz de alterar en alguna medida la marcha
del mundo, no tendría tantos problemas para tomar imágenes (citado en Baeza, p
52). Artistas como Martha Rosler se enfrentan a la
política dislocadora de la imagen con un análisis crítico de la significación. Si bien me centraré en un trabajo que realizó en los años 70, sus
reflexiones teóricas y sus iniciativas en la comunidad la sitúan en un ámbito
muy interesante. Para ella, todo arte tiene una existencia política, o mejor
dicho, ideológica porque bien desafía o bien apoya los mitos de lo que cada
cultura considera Verdad.
Quizá mis fascinaciones no sean compartidas pero me consuelo con Barthes cuando decía que “la vida está hecha así, a base de pequeñas soledades” (Barthes 2011, p 25).