Hace ya tres años, y como ejercicio del curso de Fotografía Profesional
de Efti inicié un recorrido personal por una parte de la geografía y la historia
de Madrid. Hace ya casi un siglo, Alberto, Benjamin Palencia, Bergamín, Luis
Felipe Vivanco, Miguel Hernández o Alberti, habían recorrido casi a diario, el
camino que va desde la estación de Atocha hasta el cerro Almodóvar en el sureste
de Madrid.
En días sucesivos, tomé el tren que atravesaba esos mismos parajes,
me fui deteniendo en cada estación hasta llegar a la de Santa Eugenia, donde
está el cerro Almodóvar, y fui anotando las impresiones de ese trayecto, sabiendo que recorría pasos históricos
pero trasformados y ajenos hoy al proyecto de la Escuela de Vallecas. Era un
paisaje feo, no catalogado en ninguna guía turística ni premiado como paisaje
singular ni tampoco protegido por ninguna ley. Antes al contrario.
Para entender a los miembros de aquella efímera Escuela, unas
palabras del poeta Pablo Neruda sobre el escultor Alberto:
“estos nuevos caminos por los que creo han de pasar muchas
generaciones, no muestran dulzura ni complacencia personal, sino áspera presión
orgánica, acérrima lucha, violento sacrificio vital. Su mundo formidable
disgustaría y asustaría al burócrata terrible, productor de arte vendible y
comestible”.
O las de Benjamín Palencia “dadme los ibéricos, los caldeos,
Altamira; prefiero hacer la plástica del lobo y la alondra antes que la teatral
y anecdótica del maniquí vestido de historia”.
El cerro Almodóvar, al que bautizan como cerro testigo porque de
allí partiría la nueva visión del arte español que representaría la Escuela de
Vallecas: “era una tierra arrastrada por lluvias, con algún olivo carcomido
y escasas ramas desde donde se abarca un círculo completo, panorama de la
tierra redonda”.
Lo que encontré fue historia, memoriales del dolor y el terror,
vida cotidiana, un trozo de naturaleza inhóspita, degradada y explotada por la
especulación urbanística. Una planicie de la estepa urbanizada sucesivamente
por el desarrollismo obrero y la especulación inmobiliaria, “una bajada a
los infiernos en la ciudad industrial” en la línea de la Tierra Baldía de T.S,
Eliot o de los cuadros de Goya y Solana.
Pero mirando despacio, con amor, pequeñas muestras de una belleza
tierna y maravillosa. Gilles Clément define el Tercer Paisaje como aquellos
espacios abandonados, carentes de valor y sin embargo lugares privilegiados
para la inteligencia biológica, capaz de reinventarse constantemente, frente a
la feroz inteligencia económica.
Siempre me ha impresionado cómo vamos convirtiendo la naturaleza en
un parque temático, en apariencia al servicio de su conservación, pero en realidad con
un afán de domesticación para poder consumir a la madre natura de la misma manera que consumimos
entretenimiento o nuevas tecnologías. Las fotos no son las mejores, sin embargo me aportaron una experiencia especial y por eso he querido añadirlas a este blog.
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