martes, 6 de enero de 2015

REFLEXIONANDO SOBRE LA ETICA DE LA FOTOGRAFIA


En 1871, la policía de París en 1871 utilizó las fotografías de los participantes en la Comuna para hacer una redada y capturarlos. La fotografía nace como objeto informativo al servicio de las instituciones de control y vigilancia en los Estados modernos.

No basta con aludir en una obra de arte a los intereses o los problemas de un grupo desfavorecido para con ello situar la obra en cuestión del lado correcto de la acera Jordi Claramonte.

Escribe María Zambrano que el hombre viene de un pasado hacia un porvenir y que de los errores del pasado solo hay remedio en el porvenir. Vivimos con los que están aquí y con los que vivieron: el tiempo es el medio ambiente de la vida y a la par que nos envuelve, también nos separa. Al pasar se hace pasado pero eso no quiere decir que el pasado desaparezca ya que justamente si desapareciera del todo no tendríamos historia. La conciencia histórica va cargada con la congoja de saber que existe una responsabilidad histórica (Zambrano, pp 14-21).

Existen varios momentos en los cuales un fotógrafo se debe enfrentar y resolver cuestiones éticas: en la elección del tema y su significado social, en los criterios estéticos y en su misma posición personal.

Los fotoperiodistas norteamericanos reformistas de principios del siglo XX, Jacob Riis y Lewis Hine, usaron la cámara como un “lápiz mágico” con la pretensión de “escribir” en la conciencia de las clases acomodadas que los trabajadores pobres tenían una dignidad: con ello pretendían, no solo educar, sino cambiar las cosas (Rosler, 2007. pag 256-261). Otro enfoque sería el de August Sander, que realizó retratos arquetípicos, una especie de atlas de tipologías de personas de todos los estratos sociales y profesiones en la república de Weimar (Benjamin, 2008: p 46). La imparcialidad de Sander no excluye el clasismo, los ricos suelen fotografiarse en interiores sin aditamentos, los desclasados en un escenario exterior que los ubica, que habla en su nombre (Sontag, p 66).

Respecto a los criterios estéticos, pongamos un ejemplo: la fotografía mexicana “clásica”. En ella, los códigos dominantes se oponen a la estética de la fealdad: con la ayuda de la intelectualidad y del Estado, se privilegia una épica de lo que es ser mexicano y en la cual  el indígena, depositario de unos valores sagrados, queda fijado atemporalmente a un paisaje. Por requerimientos turísticos y en la búsqueda filosófica del ser nacional, incluso las fotos de la revolución se manipulan para serenar su violencia hasta hacerla casi irreal. (Monsivais, pag 46-50).  Otro ejemplo, las fotos de W. Eugene Smith de los intoxicados por mercurio en la bahía de Minamata documentan el sufrimiento pero a la vez nos distancian de él porque se ajustan a las normas de “belleza”: la foto de la joven agonizante con su madre nos recuerda a una Pietá. Parecería, como decía Benjamin, que la cámara es incapaz de fotografiar una pila de basura sin transfigurarla o estilizarla (Sontag p 108-110). Fotografías como las de Sebastian Salgado, que no dejan apenas resquicio al cuestionamiento, vuelven a victimizar a la víctima porque estilizan la imagen convirtiendo el horror en belleza lo cual es, en palabras de Adorno, “un acto de barbarie”. La fotografía actúa como un bálsamo de escasos efectos secundarios para la conciencia intranquila del espectador acomodado. Por ello puede ser adquirida por las mismas corporaciones trasnacionales que explotan a los trabajadores que se muestran en la foto.

La exposición “La familia humana” fue organizada por Edward Steichen en 1955 después de tres años de búsqueda de imágenes a lo largo de 68 países. Seleccionó entre más de 2 millones de imágenes, 503 fotos realizadas por 273 fotógrafos, hombres y mujeres, amateurs y profesionales. La selección muestra imágenes de nacimientos, familias, trabajo, celebraciones, aprendizaje, alegría y llanto, juegos y muerte, hambre, religión, protestas políticas y guerra. Recoge una especie de álbum universal de la familia, un discurso del “Ser humano” con mayúsculas, desde su origen - empieza con una foto de las galaxias y de parejas de enamorados- hasta su fin. La gente buscaba consuelo en el humanismo sentimental de Steichen, en cambio en los 70 está ávida de impresiones fuertes y buena parte del arte pareció consagrarse a disminuir la tolerancia ante lo terrible.

Las fotografías de Diane Arbus muestran la rareza de gente presuntamente normal, seres humanos que posan con toda la retórica del retrato, con solemnidad y sinceridad pero pareciendo ignorar lo grotescos que se les ve. A Arbus no le interesaban las víctimas de las guerras ni el periodismo ético sino las patologías privadas. Sus imágenes se popularizarían entre los refinados urbanitas que dieron muestra de cómo afrontar el horror sin remilgos. En una sociedad del espectáculo, de relaciones sociales mediatizadas por imágenes (Guy Debord) la explotación de lo monstruoso generó y genera dinero. Este trabajo coincide con la época en que se “limpió” Times Square de trasvestidos y prostitutas para cubrirla de rascacielos: A medida que los habitantes de esos submundos se expulsaban del territorio real, se infiltraban en la conciencia como tema artístico (Sontag p 40-53). No en vano la carrera de Arbus fue responsabilidad de Szarkowski, conservador de la sección de fotografía del Museo de Arte Moderno de Nueva york, un proyecto de la familia Rockefeller (Rosler, 2001: p 330).

La fotografía puede ser terriblemente manipuladora y la forma de obtención de la imagen, que coincide con la de fotógrafos renombrados de los que conozco más o menos directamente su método de trabajo, puede ser muy perversa. Según Sontag uno de los atractivos de la consideración del fotógrafo como observador ideal es que niega que el acto de tomar fotos es agresivo. Cartier Bresson y Avedon estarían entre los pocos que, a regañadientes, admiten el cariz abusivo de las actividades del fotógrafo (Sontag p 122-123).

Para María Zambrano la condición humana es tal que basta humillar o hacer padecer a una persona para que todo el ser humano sufra. En cada hombre están todos los hombres. Y una forma de pensar de forma eficaz es primero identificarse. Anagnórisis se llamaba en la tragedia antigua esa identificación, cuando el protagonista se reconoce y asume su culpa y se hace uno con el desconocido que vaga fuera y que no es otro sino uno mismo (Zambrano pp 74-76).

La postura personal del fotógrafo. Escribe Walker Evans de su compañero Agee: “en realidad la vida misera y aislada del campo no le era muy ajena, la llevaba un poco en la sangre, y huia del mundo cultural arrogante, bien educado y adinerado … Las familias comprendían lo que había ido a hacer allí. Se lo había explicado, no estaba jugando” (Agee y Evans, p 9). Ambos convivieron en julio y agosto de 1936 con tres familias de arrendatarios sureños durante la Gran Depresión. El trabajo resultante incluye periodismo de investigación, autobiografía, filosofía y poesía. Las primeras páginas de Agee son un alegato ético. Califica de obsceno a “los que hurgan en la historia de otros semejantes, indefensos e ignorantes para exhibir la desnudez de sus vidas en nombre del periodismo honesto, de la humanidad o de una imparcialidad que manejada con habilidad es intercambiable por dinero” (Agee y Evans, pp 29-38). El trabajo no fue publicado por la revista que se lo encargó por su dureza pero fue “revisitado” en 1980 por el New York Times Magazine que desveló los nombres reales de los fotografiados. Los descendientes de estos ya no eran tan pobres y se avergonzaban de haber sido nuevamente expuestos ante unos lectores que seguían siendo más ricos.


Jean Mohr comparte unos días con un ganadero en la montaña mientras fotografía su actividad cotidiana. El ganadero acude el domingo con camisa limpia y cuidadosamente peinado porque quería una foto de busto. Llevaba las botas cubiertas de estiércol ya que “domingo o no, había que cuidar las vacas”. Ante el retrato, compuesto por él mismo, dijo: “ahora mis bisnietos sabrán qué clase de hombre fui” (Berger y Mohr, 2007).  Mostrar como el sujeto desea ser mostrado, dotarle, como recomendaba Pablo Freire, de las herramientas narrativas porque eso supone darle poder. Otra forma de entender la fotografía.

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